jueves, 28 de julio de 2011

ACERCA DEL ENTRENAMIENTO ACTORAL


¿Por qué entrenamos? Es es la pregunta preferida de muchos actores jóvenes que se acercan a la enseñanza teatral. ¿Por qué hacemos este ejercicio o aquel otro? Siempre respondo lo mismo: Puedo explicaros para qué entrenamos, para qué sirve cada ejercicio. El porqué de lo que hacemos debe buscarlo cada uno dentro de sí mismo con extremada paciencia. El actor debe aprender a pensar por sí mismo, a sacar las conclusiones adecuadas y sobre todo prácticas para él, aquellas que le sirvan y le motiven para seguir hacia delante en su formación. Hablamos por supuesto de un actor comprometido claramente con la idea de avanzar en su crecimiento personal y profesional poniendo su instrumento a disposición del trabajo cada día, no solo en el estreno o representación de una obra. Estos jóvenes actores tienen la mala costumbre de separar las cosas, de etiquetarlas. Leen: “TRAINING DEL ACTOR” y esperan un trabajo físico y vocal para el uso de nuestro instrumento en lo que se viene llamando teatro físico o teatro de cuerpo o teatro gestual o cualquier otra etiqueta que bien podría asemejarse a esas marcas de moda archiconocidas que se exhiben hoy en día de forma impúdica e incluso ofensiva. Mi pregunta como actor y director que trabaja diariamente sobre los conceptos del entrenamiento del actor es: ¿Por qué etiquetar las cosas? ¿Por qué etiquetar una disciplina como el teatro que debiera estar cargada de libertad creadora? ¿Cuál es nuestro objetivo final como actores? ¿Crear personajes vivos en la escena o mover nuestro cuerpo de manera espectacular y controlada y hacer vibrar nuestra voz para que retumbe en las ansiosas orejas del espectador? A menudo estos jóvenes actores se sorprenden cuando constatan que en mis clases de entrenamiento físico y vocal se habla de la emotividad del actor, de la vivencia que supone llevar un personaje escena; a menudo se sorprenden cuando hablamos de teatro. A veces pretendemos etiquetarnos como actores cuando nuestro trabajo justamente es estar fuera de toda etiqueta, tener nuestro instrumento preparado para afrontar cualquier tipo de lenguaje o propuesta teatral. Siempre que me preguntan que tipo de teatro hacemos una extraña desazón recorre toda mi columna vertebral. Hacemos teatro. Yo amo el teatro en todas sus manifestaciones, el arte en general, esa enorme fuente de inspiración para el actor. Hace ya tiempo que superé esa forma crítica de ir al teatro que no me dejaba ver la obra, que no me dejaba aprender y avanzar. Mi conclusión después de estos pocos años que llevo trabajando cada día es que hacemos teatro. Lo que al final intento como director y actor de mi compañía es comunicar una emoción, una situación, un conflicto o un mensaje al público. La propuesta escénica se basa en la elección de un lenguaje determinado, más extremo físicamente o no, pero el objetivo final debe ser siempre la comunicación veraz con el espectador. Tenemos claro para ello que el actor debe afinar su instrumento física, vocal y emotivamente para alcanzar una conexión consigo mismo que le permita la improvisación, el ensayo y la representación en libertad y con verdad. Y aquí es donde viene la siguiente pregunta: ¿Si no voy a hacer esto en escena para qué lo entreno? Entrenamos de manera profunda, concentrados en la continua investigación de la concienciación de nuestro instrumento. Primero debo concienciarlo, luego intentar controlarlo y finalmente desarrollar todas las posibilidades expresivas que me brinda. Cuando el actor consigue llegar a este punto donde se siente más o menos cómodo en la aplicación de ciertos conceptos por ejemplo en una improvisación de escena, aparece en mi opinión, tal vez el error más preocupante: separar el cuerpo de la voz y de la emotividad. ¿Por qué? Separamos las cosas en el entrenamiento para investigar en un determinado concepto del movimiento del cuerpo, la respiración o la emisión del sonido,pero tenemos la obligación de unir todo eso en la improvisación de manera libre, eso es lo que nos hace ser actores y no deportistas del teatro, como podríamos llamarlo. Pero parece que el actor está más preocupado en mostrar como se mueve o emite el sonido que en actuar un papel, en vivenciarlo, en ocuparse de dotarlo de vida escénica. Al final eso es lo único importante. Casi podría arriesgarme a afirmar que no importa lo que hagamos en la escena, sino cómo lo hagamos; no importa si planteamos un Shakespeare cargado de un trabajo físico pulcro y detallista si la comunicación con el público es fría como un témpano de hielo; la frialdad distancia, no emociona. Toda la técnica que posee mi instrumento afinado sirve como trampolín para lanzarme al escenario y vivenciar con intensidad y compromiso un personaje, una situación que lleve a una comunicación veraz con un espectador, y es cada actor quien tiene que entrelazar su técnica y su pasión en el equilibrio justo; cada actor es diferente y debe buscar por sí mismo, esa es la verdadera investigación. Sin embargo, a menudo los actores nos olvidamos de ello y nos centramos en mostrar y demostrar lo que sabemos hacer. No hay que olvidar que entrenamos para improvisar con un personaje o una escena de teatro, que entrenamos para ensayar una obra de teatro y que entrenamos para mostrar esa pieza escénica en un marco teatral. Hacemos teatro, lo cual establece casi por obligación ética una comunicación veraz con un espectador. Debemos tener la autodisciplina suficiente para mantener afinado nuestro instrumento de trabajo. Ese es el gran objetivo del entrenamiento, tan sencillo en la idea como complejo en el proceso de investigación y desarrollo. Todo esto ya lo dijeron y lo dicen actualmente casi todos los teóricos que podemos leer, desde Stanislavski a Eugenio Barba, pero somos los propios actores los que nos ocupamos en olvidarlo: a veces nos perdemos en el virtuosismo técnico sacrificando la vida escénica de mi personaje, su emotividad, que debería llorar o reír libremente por la escena; la técnica nunca debe castrar a nuestro personaje, debe ayudarlo a vivir.
No obstante he comprobado en más de una ocasión que cuando un actor entrena y alcanza ese estado físico-mental que le permite conectar consigo mismo en escena y ser libre, puede hacer casi todo lo que se propone. El entrenamiento es una puerta abierta al escenario; es el actor y solo el actor el que debe cruzar esa puerta y no quedarse en el umbral mirando desde la distancia.


Raúl G. Figueroa. Director y actor de Zaherí Teatro.

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